É Planeta MANUELA CARMENA EN EL DIVÁN DE MARUIA TORRES % Planeta No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (art. 270 y siguientes del Código Penal) Diríjase a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con Cedro a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47 © Maruja Torres Manzanera, 2015 © Manuela Carmena Castrillo, 2015 © Editorial Planeta, S. A., 2015 Avda. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona www.editorial.planeta.es www.planetadelibros.com Fotografías de interior: Daniel Sánchez Alonso y archivos de las autoras Primera edición: noviembre de 2015 Depósito legal: B. 26.792-2015 ISBN: 978-84-08-14773-2 Preimpresión: J. A. Diseño Editorial, S. L. Impresión: Rodesa Printed in Spain – Impreso en España El papel utilizado para la impresión de este libro es cien por cien libre de cloro y está calificado como papel ecológico El porqué de este asunto Como periodista siempre he pensado que los políticos son como las folclóricas. Igual de escurridizos, aunque mucho más aburridos. Igual de virginales. Entrevistar a folclóricas fue, en mis tiempos, una tarea ímproba, aunque resultona. Porque ellas siempre te daban algo, incluso cuando no te lo daban, o precisamente por eso. Pero entrevistar a políticos, y me zampé a unos cuantos al principio de mi estancia en Madrid, era infinitamente peor. Ellos defendían su imagen, y estoy hablando de un tiempo en que los asesores de ídem todavía no reinaban como ahora, hasta la extenuación del contrario. Te ibas descomponiendo delante de sus narices y allí seguían, piedra berroqueña y sonrisa celestial. Qué asco. Es curioso. Las folclóricas ya no alardean de virginidad, pero los políticos, viejos o nuevos, siguen en las mismas. Qué desastre. 5 Por eso quise hacer este libro. Porque Manuela Carmena ni es, ni ha sido, ni será nunca un político. Es nada más —y nada menos— una ciudadana situada por elección popular en un cargo que le permite gestionar una ciudad y aplicar a ello su experiencia impresionante como jurista, como mujer, como persona. Su glamour, que lo tiene, y mucho, radica en su locuaz transparencia. Entre otras particularidades: su optimismo congénito, su fe en el trabajo bien hecho, en las oportunidades a las que uno puede agarrarse para mejorar las cosas, en el esfuerzo, en el poder de las mujeres y de su incansable resistencia activa. Su confianza en la reinserción que, por supuesto, no comparto pero admiro. Alguien se apresurará si piensa que éste es un libro hagiográfico. No: es empático. Como lo eran mis entrevistas con la gente que me gustaba, cuando ejercía el periodismo. Con la edad, ha dejado de interesarme buscar piezas a las que crucificar a cambio de lucirme. Prefiero que aquellas personas a quienes admiro se muestren, se abran y se queden con vosotros cuando hayáis terminado la lectura. Manuela sostiene que, cuando escuchas a las personas, cuando las miras y atiendes a sus razones, esas personas se crecen, mejoran. Yo creo que a ella la miró esa ciudadanía que la sigue y la escuchó. Y que ella, más que crecer, emergió. Se reveló. Sí, esta mujer de extremidades finas que gusta de las telas de 6 lunares y de los estampados clásicos —y de lo que las mujeres, antiguamente, llamábamos «conjuntos», vosotras me entenderéis—, esta señora mayor que, como nuestra patrona Rita Levi-Montalcini —la ha nombrado Manuela para el cargo, y yo lo acepto con entusiasmo—, cree que la vejez puede que nos impida ver, oír o caminar tan bien como antes, pero que el crecimiento de nuestro cerebro no lo detiene la edad. Esta mujer, Manuela, se ha convertido en cosa nuestra. Con su buena voluntad y sus involuntarios patinazos. Con su interés por hacer las cosas bien y su impaciencia por quedar bien. Me apetecía conocer, por fin, a Carmena, antigua alumna de las Damas Negras, jurista partidaria de la reinserción, tremendamente iconoclasta en su forma de hacer las cosas: por su sencillez, el sentido común con que aborda su trabajo. Respaldada por su sólida formación justiciera, y por un equipo que la adora y la sigue por los pasillos, compartiendo estrategias, como si la alcaldesa de Madrid fuera la protagonista de una de esas series de la televisión, preferiblemente la danesa Borgen, que es la que le gusta. Carmena, la mujer que cree que hay que repensar el mundo, la vida, y que eso empieza pedaleando desde abajo. Había otro motivo para aceptar la propuesta de la editorial. Un motivo generacional. Manuela y yo somos de la misma quinta, le llevo once meses. Y, 7 para mí, verla abrazarse con la juventud, asistir a ese salto que han dado mi generación y la de los jóvenes, sobre todo mujeres, que la siguen con la regeneración de la vida pública como meta, eso supone para mí un regalo, un verdadero estímulo para lo que me quede del camino. Siempre supe quién era, siempre he sabido quién es Manuela Carmena. Su nombre, su trabajo, ha estado en todo lo que tiene que ver con la Justicia y el progreso de este país. Abogada laboralista —con la atrocidad de la matanza del despacho de la calle Atocha, del que fue fundadora—, miembro fundador de la asociación Jueces para la Democracia, vocal del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), relatora de la ONU en Detenciones Arbitrarias… También aparecía en las charlas entre periodistas sobre el futuro de este país, en los tiempos de la Transición y más tarde, charlas enredadas en manifestaciones, en duelos por los asesinatos de la extrema derecha. La Transición, que sólo conocemos bien quienes la respiramos mientras sucedía, con su picante aroma a gases lacrimógenos, a espacios ignotos, a felicidad repentina tan irrefrenable como el miedo súbito. La virulencia de los fascistas exasperados, que se echaban a la caza entre banderas del aguilucho. Las crispadas celebraciones ultras de cada 20-N, durante demasiados años. Aunque en distintos medios y en diferentes profesiones, crecimos juntas. 8 Nunca me crucé con ella. Las conversaciones que componen este libro se basan en dos episodios, que a su vez forman su estructura. En primer lugar, Madrid. Hotel de las Letras. Primeros encuentros, que incluyen también un par de visitas mías al Ayuntamiento, como observadora, y una invitación suya a comer. El segundo episodio se desarrolló entre las paredes gaudinianas de otro hotel con más que encanto, Casa Fuster, en Barcelona, y durante nuestros paseos por la ciudad en la que vivió un par de años, así como en mi piso, en donde intentó, sin lograrlo, eso que tanto le gusta: ponerse un poco maternal, hacer de cuidadora. Entendió pronto que en mi casa cuido yo. Hay un episodio intermedio, basado en Internet. Carmena ha resultado ser una hábil gestora de dos cosas: su tiempo y la tecnología. Contestó sin hacerse rogar a las preguntas que le planteé por e-mail desde la distancia, dictando sus respuestas, con entusiasmo y dedicación, al programa de reconocimiento de voz que tiene instalado en su ordenador. La alcaldesa es una gran narradora, que aporta vívidas anécdotas, dotadas de olor y de sabores. Desde el principio supe que mi trabajo consistiría en conducirla, mediante estímulos en forma de pregunta o de comentario, hacia donde ella misma quería llegar, y que, en su discurrir, iría trazando su propio retrato. Es a lo que un buen entrevistador aspira. 9 Mi narración, pues, sigue el curso que sus confidencias imponían. He hecho arreglos cronológicos y, de vez en cuando, acotaciones que me parecen pertinentes para que la persona que lee sepa que en el libro también estoy yo. Quiero que la saboreéis como si estuvierais sentados junto a mí, agazapados. Como si fuerais espías. O mejor, testigos. Receptores. Amigos. 10 MADRID, HOTEL DE LAS LETRAS I, ' . t o í. . «4.1.1.: ll" .u z. ug n. ¡di r ¡till Pasión por ayudar a la gente Estoy en plena siesta. Llaman de recepción para comunicarme que «la alcaldesa ya ha llegado». Consulto el reloj: son las cuatro de la tarde, media hora antes del momento fijado para la cita. Diosas. No sólo es más que puntual. Es impaciente (deduzco: y ratificaré mi impresión más adelante). Recojo la grabadora digital, ese trasto del que tanto desconfío, y todavía a medias sumida en la siesta me dirijo rápidamente, como una estudiante pillada en falta, a la planta baja. Abandono la habitación no sin algo de resentimiento. La siesta se ha hecho indispensable desde que soy mayor. Para Manuela también, me confirmará en algún momento que le resulta imprescindible disfrutar de «una cabezadita» después de comer. Por suerte, en el hotel me siento como en casa. He pasado aquí muy buenos ratos durante sucesivas ediciones de la Feria del Libro, y posee esa cualidad 13 liviana, mezcla de intimidad y cosmopolitismo, que nos gusta a quienes viajamos a menudo. Me gusta fisgar el centro de Madrid desde sus ventanales y contemplar, desde su terraza con copitas, esa ciudad de pedruscos magistrales que es la pujante Gran Vía, esos edificios de fuste centroeuropeo, pero que parecen embestir a la española, cariátides como en Viena o en Budapest, y en los techos caballos, guerreros, dioses alados, diosas forzudas. Entre un vals con miriñaques y el terror vecinal de Álex de la Iglesia. Pero no pierdas tiempo, baja, que te espera la alcaldesa. Quien, por cierto, más tarde me comentará que hará lo posible para que la Gran Vía y sus teatros recobren su antiguo esplendor. Y tiene razón, nuestro Broadway no debería morir, y hoy agoniza. —¿Dónde está? —pregunto al joven de recepción. —En el restaurante —señala con la barbilla, pero de inmediato su mirada cambia y sé que ella está detrás de mí, en la puerta que comunica con el bar. —Estaba inspeccionando —sonríe Manuela, desde ese umbral. Como iré sabiendo, no hay rincón de Madrid que Carmena no inspeccione en cuanto tiene la oportunidad, con lo que denomina «mis ojos de rayos X». Le ha gustado el hotel, menos mal, porque entre el personal le votó bastante gente joven. Vamos a fre14 cuentarlo esta semana. Nos han reservado una sala para que hablemos. Sólo la utilizaremos en esta primera cita. Las siguientes se desarrollarán en el Ayuntamiento, al final de su jornada (que es de 8 a 15 horas, salvo prolongaciones o gestiones por la tarde); en el restaurante del Centro Madrid, situado en un ángulo de la planta baja del Palacio Cibeles, en lo que antaño fue Correos; y en la cafetería del hotel. Este último lugar resultó especialmente agradable, porque allí se le acercó gente, no demasiada, pero sí muy atenta, felicitándola y pidiéndole hacerse fotos. Y eso a Manuela le gusta mucho, diga lo que diga, porque no sólo posa. Pregunta, se interesa, se informa. Esta tarde disponemos de un sobrio escenario, silencioso y discreto, cosa de tantearnos, una sala de juntas decorada en marrón, con una mesa grande. A ella va a parar su bolso de verano. Le digo: —¡Ah, uno de tus bolsazos! —Sí… Me los critican. —Qué tontería. En las fotos con el Rey, y en otras solemnidades, tu hilera de perlas al cuello te redime del bolso. ¿Regalo de tu marido? —¡No, qué va! Son falsas, compré este collar en los chinos. Si un marido te regala perlas, algo habrá hecho, hay que desconfiar. De la utilidad de su bolso de veterana mujer práctica —llevo uno igual de grande— daré fe en el 15 transcurso de nuestras charlas. Siempre cargado de cosas, siempre algún detallito para mí. De momento, nada más acomodarnos en la sala que el hotel ha puesto a nuestra disposición, la veo rebuscar y extraer un pequeño paquete. Son dos corazones de silicona que contienen a su vez pequeños huecos en forma de corazón. —Para hacer pastelitos —dice. Me los regala. —Ah. Los usaré para cubitos de hielo. La repostería no es lo mío. —A mí me encanta. Parecemos dos tietas, pero no os preocupéis. Es que estamos las dos lo bastante curradas como para saber que no hay que despreciar nada de la vida. Ni la repostería ni la coctelería. Ella bebe lo justo porque le sienta mal. Más adelante me confesará que lo que ocurre es que un poco de alcohol le produce mucho efecto. «Algún día, en confianza, beberé contigo», me dirá. Eso será ya en Barcelona, semanas después de nuestro primer encuentro. Lo de decírmelo, no lo de beber. El libro concluirá sin que nos hayamos alegrado juntas más que con los elementos no tóxicos de la vida. Tampoco bebe el agua que debería beber, me fijaré en eso a lo largo de estos días. Ingiere tan poca agua que se lo tendré que decir: —Bebe agua, bebe. A nuestra edad lo necesitamos. 16 —Lo mismo me dice mi médico, pero le contesto lo que a ti. No tengo tiempo. Con los días entenderé que no es que no tenga tiempo para beberla (de beber ni siquiera se acuerda). Es que no lo tiene para evacuarla. La he visto entrar en el baño, cuando ya no puede más o debe acicalarse para algo de televisión —pintarse los labios y, con el mismo carmín, colorearse las mejillas: eso es lo que hace, a toda prisa—, acompañada por su jefa de Comunicación, para no dejar de organizar el programa del día. Todo esto lo ignoro cuando agradezco su obsequio y, virtuosamente, le anuncio que lo utilizaré para enfriar whiskies y gin-tonics. Le parece muy bien. Me da ánimos, además, cuando me ve manejar torpemente la grabadora digital. —No me fiaba ya de las cintas… —tuerzo el gesto—. Es mi primera digital, llevo siglos sin entrevistar a nadie. Soy una periodista dinosaurio. —Tranquila, que si falla lo repetimos. Es capaz. No porque se tire rollos ensayados, sino porque tiene claro lo que piensa y su verbo fluye coherente con sus pensamientos. Si se repite —algo que vosotros no notaréis, espero— es porque tiene muy clara cada materia y lo que piensa al respecto. Su training como jurista también la ayuda, supongo. Agua y café, su bolsazo encima de la mesa. Pista para estas dos damas. 17 —Así que tú no eres de Podemos, ni… Vaya, que eres independiente, lo repites siempre. —Absolutamente. Y pasa una cosa muy curiosa. He descubierto que el activismo actual es tan anticuado como la política tradicional clásica. Vamos, que la casta está en los dos lados. A mí me han tenido, al principio, como un regalo, y como a una señora mayor a quien no sabían cómo tratar. —¿Por ejemplo? —Ante la campaña, les dije que íbamos a hacer debates. Alquilaron un camión de sillas y allá vamos, al primero, que fue en Aluche. Cuando me tocó dije: «He decidido presentarme como candidata, pero quiero que sepáis que esto no es un mitin. Haceos a la idea de que es como una entrevista de trabajo. Vosotros vais a contratarnos, o no, a estas personas que queremos gestionar el Ayuntamiento. Pensad cómo lo resolveríais si tuvierais que buscar un administrador para la casa, o un profesor para vuestros hijos. Entonces no os parecería tan importante ver cómo hablamos, sino ver cómo hacemos las cosas». —¿Cómo se lo tomaron? —Cayó el silencio más espectacular, todo el mundo se quedó mudo. Pensaban que aquello era para meterse con el Partido Popular, y esas cosas que les habían gustado siempre. Bueno, salieron luego dos o tres que dijeron lo de costumbre, la es18 peculación… Eso fue un sábado. Al día siguiente fuimos a La Latina, en la plaza de la Cebada, que hay una gente más cultural. Para que te hagas una idea, donde más voto ha sacado la candidatura ha sido en el distrito Centro. Abrumadoramente, porque hay un perfil de gente más intelectual, y allí arrasamos. —¿Y te fue mejor hablándoles? —Cuando saqué mi argumento de esto es una entrevista de trabajo, allí pegó totalmente. La gente se sintió superbién, hubo muchísimas intervenciones, pero de buen rollo. Entonces mis chicos jóvenes se dieron cuenta de que era lo que había que hacer, porque resultaba muy horizontal. Pero la gente de Podemos nos pidió que hubiera algún mitin, y vino uno y se subió en un podio. Nosotros lo hacíamos todo con sillas, pero él dijo que quería un podio. Se subió y habló sobre Europa, la explotación… Luego vino gente a preguntarnos por qué ese señor se había subido a un podio, con lo horizontal que estaba resultando todo. Entonces me di cuenta de que, a pesar de ser unos chicos jóvenes y fantásticos, con una gran voluntad de cambio, estaban muy enraizados en hacer la política de izquierdas de toda la vida. Me hablaban de hacer reuniones eternas, con discusiones absurdas. Lo de toda la vida. —¿No te gustan los de ahora? 19 —Al contrario, son muy válidos, muy estupendos. Pero eso, en mi opinión, necesita mejorar, si hablamos de democracia participativa. Esto me ha hecho reflexionar. —¿Sobre qué? —Concretamente, sobre el enorme peso de la cultura popular, que siempre fue liderada por una izquierda incapaz de renovarse. La izquierda que tú y yo vivimos mostraba una enorme falta de respeto al individuo. Tengo el recuerdo de esa sensación de que había que decir «haced lo que queráis que no voy a plantear problemas». En tantas reuniones-coñazo como hemos tenido en nuestras vidas…, porque yo una vez me puse a calcular por lo bajo las horas que había estado reunida, y dije: «Hasta aquí hemos llegado». Así que cuando estos chicos me dicen de reunirme les respondo que reuniones, poquísimas. Hablar, sí. —Has sacado un tema muy interesante, que es la incapacidad de la izquierda para hacer feliz al individuo mientras trabaja para que las masas lo sean en algún momento utópico del futuro. —Eso es. Hay que reconocer que la izquierda fue la que verdaderamente contactó con la cultura popular, pero luego se estableció un mecanismo que fue como su propia imposibilidad de trascender. Tengo un recuerdo de una de esas reuniones del partido… 20 —Porque estamos hablando del Partido Comunista de España (PCE). —Sí, claro. No recuerdo ni dónde, ni cómo, pero sí que me apetecía decir lo que pensaba, cosa de la que me guardaba siempre porque me generaba muchos problemas. —No te imagino callada —sonrío. —Pues sí, les respetaba, todo lo que habían hecho por la lucha obrera… Qué te voy a contar. —Sí, recuerdo aquel silencio reverencial. Yo también estuve un tiempo en una célula del PSUC, una cultural. Fíjate que un día abrí la boca proponiendo un concierto de Ana Belén y Víctor Manuel, porque se necesitaba un programa atractivo para sacar fondos, y me miraron como si me hubiera tragado la momia de Lenin. Tardé poco en largarme, aburrida. De aquellas reuniones recuerdo un resultado positivo. O no, según se mire. Una vez nos reunimos a comer gran parte de quienes integrábamos la célula, y apareció un fotógrafo, que se parecía a Jeremy Irons, y que ahora se parece a su padre (al suyo, no al de Irons), y puede decirse que nos comimos mutuamente como postre. Luego nos fuimos a vivir juntos. Y esto, que parece la parte buena pero no lo es, tuvo un deterioro fulgurante por culpa de la militancia mal entendida. Cuando fuimos a Venecia, el muchacho se empeñó en que el Palazzo de los Do21 gos era una muestra de los horrores del capitalismo, y, más adelante, me llevó a vivir a un polígono en lo que entonces se llamaba Ciutat Badia y ahora es Badia del Vallés. Fregué la escalera cuando me tocaba, y me toqué las narices mientras él trabajaba: ortodoxia vieja escuela. Y aquello acabó muy mal, que es la parte mala propiamente dicha, porque cuando un hombre te sale falluto lo mismo da que sea de izquierdas que de derechas. Me abstengo de contarle a Manuela esta anécdota, que tanto deteriora mi imagen. Ya se la encontrará. Pasamos a comentar cómo han medrado y cambiado de chaqueta muchas de las personas que iban a aquellas reuniones y nos censuraban. En fin. —En esa reunión —prosigue la alcaldesa—, un tío que luego dejó el mundo de la política y montó una agencia de publicidad que ha sido todo un éxito me dijo: «Oye, a mí tú me pareces una libélula». Todos se quedaron muy sorprendidos, sin saber si tenían que echarme insecticida o no. Yo sentía el compromiso, pero no pertenecía a aquel mundo. —Pero seguiste. —Tuve una ventaja, y es que, muy pronto, los abogados laboralistas gozamos de una gran independencia en el PCE porque, como no nos entendían, no sabían lo que hacíamos. Pero veían que la cosa tenía éxito, porque cada día teníamos más 22 obreros. No se atrevían a meterse con nosotros. Como, entre medias, llegó el año 68, todos nos desmadramos, nos liamos unos con otros y teníamos un ambiente fantástico. En el despacho nos inventamos que la señora de la limpieza cobrara lo mismo que nosotros. Rosa era una mujer fantástica, también del partido, que cuando acababa de regar se ponía un collar de perlas, una camiseta negra, y aquello era la bomba. Rosa era estupenda. —Cuéntame tus inicios. —Cuando entro de abogada, el ejercicio de la abogacía no me llama la atención. Había pensado en hacerme secretaria de Ayuntamiento, vivir en un pueblo y tener una huerta, porque me gusta la horticultura. Sin embargo, muy pronto me sedujo esa sensación de que para una persona que acude con su problema, eso para ella es enorme, y tú, desde fuera, con tu profesión, puedes ayudar. Recuerdo cómo la gente venía con sus papeles, que olían a jabón —supongo que los guardaban en una caja donde tenían una pastilla de Heno de Pravia—, me producía mucha ternura ver esos papeles. Se lleva una mano a la sien, recordando algo: —Cuando se cae un edificio, que, como sabes, nos ha pasado recientemente en Madrid, la gente no sólo está angustiada por su situación, sino también 23 por sus papeles: sus documentos, sus cartas, sus fotografías. Las cosas que conforman una vida, los recuerdos, los certificados. La familia. Dijimos a los bomberos que, sobre todo, no retiraran los escombros a lo bruto, sino por capas, y que íbamos a recuperar la documentación. Pensé que debían de oler a Heno de Pravia. Retira la taza de café vacía. —De aquellos primeros tiempos recuerdo que en el despacho estaba María Luisa Suárez, primera mujer abogada laboralista, que tenía muy claro el oficio. Me fijé en su capacidad para escuchar a las personas, y me enganché mucho en esa posibilidad que tú tienes de echar una mano a la gente. —Hay una reflexión que sueles hacer: que las personas cometen actos reprobables, pero que no son malas… —Es una de las enseñanzas clave, porque tienes que reflexionar mucho sobre qué es la maldad. Pero en aquella época de la abogacía la sensación que me queda es ésa, cómo conseguir cosas. Recuerdo que nos llamaron unos obreros de Puertollano, en donde están las minas de mercurio de Almadén. Empezaba a despertar cierta lucha sindical. Se creó una relación de amistad con los obreros que venían al despacho, tuvimos discusiones muy interesantes. —Para ti eran de otro mundo. 24 —Fue una joya, el contacto con una clase a la que yo no pertenecía, ir a sus casas. Con estas elecciones ha venido gente de aquella época. Y unos trajeron hasta una foto que nos hicimos bañándonos en un pantano, todos jovencitos. Solucionábamos muchas cosas. 25