María Iglesias El granado de Lesbos _. — ———' …. , '- ml..»— Galaxia Gutenberg . … ,,_¡4 -' W " . MARÍA IGLESIAS El granado de Lesbos Galaxia Gutenberg También disponible en eBook Publicado por Galaxia Gutenberg, S.L. Av. Diagonal, 361, 2.º 1.ª 08037-Barcelona info@galaxiagutenberg.com www.galaxiagutenberg.com Primera edición: mayo de 2019 © María Iglesias, 2019 c/o DOS PASSOS Agencia Literaria © Galaxia Gutenberg, S.L., 2019 Preimpresión: gama, sl Impresión y encuadernación: Romanyà-Valls Pl. Verdaguer, 1 Capellades-Barcelona Depósito legal: B. 6393-2019 ISBN: 978-84-17747-65-7 Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede realizarse con la autorización de sus titulares, aparte de las excepciones previstas por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear fragmentos de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45) A quienes hacen luces en la oscuridad. A quienes las buscan. A ti, Mohammed ]jo, donde estés. ¿No es extraño que la mayoría esté de acuerdo en que hay algo que va tremendamente mal, pero a la hora de la verdad, no quieren que se produzca cambio alguno? Torborg Nedreaas, Nada crece a la luz de la luna. %% «Despierta, Mery, ha avisado Onio.» Oí mi nombre, en inglés, dicho por esa voz masculina, nueva, pero ya conocida. Incluso medio dormida supe que él seguía acostado. Su voz llegaba firme y templada. Cerca pero no tanto. Desde el otro cuarto. Abrí los ojos, todo estaba apagado, no reconocí el espacio. Hasta que al fin me ubiqué y entendí: «Carlos». Salté con el corazón palpitando. Seguí los pasos acordados antes de acostarnos. Supe que él y Jaime se levantaban por los chirridos del somier. Hablaban bajo. Yo, sentada en el sofá cama del salón, llamé al taxi. «Marcando», les avisé. Mientras, me fui vistiendo. Miré el reloj: las cinco. Tiritaba. Había pasado frío toda la madrugada. Incluso acurrucada, en el saco de dormir, bajo las sábanas, con calcetines y guantes, y en posición fetal. Helada. No descuelgan. «Nada», digo. «Vamos, vamos», me impaciento. Me abrocho las botas. Al fin, oigo la frase en griego. Se me atraganta la respuesta, en inglés. «Buenas noches. Necesitamos un taxi», logro decir. «Estamos en Pyrgus Thermis.» «¿Dónde en Pyrgus?», pregunta la operadora. ¿Cómo explicarlo? Anoche, los faros iluminaron unos contenedores a la izquierda, giramos y, a partir de entonces, el carril de tierra. No sé mucho más. Pero me escucho: «Carretera principal. Frente al minimarket». Al colgar advierto: «Está viniendo». Uno de los dos da al interruptor. La luz duele. Les escucho repasar el material sobre la mesa: «una cámara», «y la otra», «triple», «monopié», «baterías», «flash», «grabadora». Yo compruebo que en la mochila van el cuaderno, bolis, el portátil, los permisos y documentos, la cartera. «Ras, ras» suenan, amplificadas por el silencio, las cremalleras. Antes de volver a ponerme los guantes recuerdo los 14 María Iglesias animalitos de plástico de mis hijos que he traído. Rebusco en la maleta, cojo un puñado –‌el cuello de la jirafa, la melena del león, se me clavan en la palma– y los echo al bolsillo del plumífero. Me calo el gorro de lana y me cuelgo, bien visible, la acreditación internacional de prensa. La falsa. «¿Quién lleva las llaves?» El manojo vuela, tintineante. «Cierra y tú las guardas.» La noche empapa. Crepita la escarcha bajo las pisadas. Hay un zumbido en el campo de insectos que ni en invierno callan. Salvo eso, todo en calma. Ni una luz tras las contraventanas cerradas. Extraña que todos los vecinos sigan durmiendo. Como si nada. Nosotros llegamos ayer, pero ellos llevan ocho meses viviéndolo. Al final del camino, alcanzamos el asfalto. Ya de lejos dos faros vienen guiñando. Corremos y subimos. «To Camp Fire, please», indica Carlos. Arrancamos. Vamos los cuatro callados. «¿Vienen por los refugiados?», pregunta el taxista. «Exacto.» Pegada a la ventanilla, anticipo qué hacer al llegar. Temo qué veremos. Hace mucho que mi presente no es tan intenso. Tres años, mi último parto. La realidad es de una plenitud brutal. De pronto veo la señal de anoche cuando llegamos: a Moria camp. Ayer, el coordinador de rescatadores que nos recogió en el aeropuerto de Mitilene, José Antonio Reina, Onio, nos metió por allí. «Un vistazo rápido y os llevo al apartamento.» Bajamos en la antigua cárcel que se usa de campamento y centro de registro de refugiados. No one is illegal, se leía en el muro rematado de alambradas. Aunque fuera un grafiti-protesta me recordó el siniestro El trabajo os hará libres que en Auschwitz recibía a los judíos porque era igualmente contradictorio con lo que la verja escondía. Allí dentro, a esas horas, tres mil personas estarían durmiendo. Intentándolo al menos. El Gobierno impedía el acceso a periodistas hacía semanas. En España la prensa tiene prohibida la entrada a los centros de internamiento de extranjeros. «Venid», nos guió Onio hacia una parcela aledaña. «Aquí, el monte de los olivos», barrió la loma con el brazo. «Habrá cuatrocientos», calculó por las tiendas militares blancas. «Los últimos de los últimos: pakistaníes, afganos, bangladesíes, eritreos, argelinos, marroquíes y hasta dominicanos. Como los campamentos oficiales les cerraron las puertas, se quedaron cerca, vagando, durmiendo El granado de Lesbos 15 al raso. La lluvia convirtió esto en un lodazal. Pero llegaron voluntarios de todos lados, abrieron estos canales y crearon las mínimas condiciones de higiene y dignidad.» «¿Podemos entrar?», pregunté. No había puerta que lo impidiera. «Vamos, pero no grabéis.» Cinco muchachos, menores quizá, estaban a la entrada de una tienda, hablando en susurros, sombras tan rectas que parecían centinelas. «Good night», «Good night». Casi notábamos, al avanzar callados, el respirar de quienes dormían bajo las lonas. Para mí era importante comprobar, en primera persona, que eso estaba ocurriendo y, al mismo tiempo, consideraba inmoral violar la sagrada intimidad del sueño. Pero quería poder transmitir, luego y de la forma más directa, lo que estábamos viviendo. Que la gente, en sus casas, sintiera lo que sentíamos. Por eso, cuando volvimos al coche, pregunté al bombero Reina: «¿Crees que de día podríamos grabar?». «Tendréis que hablar con los coordinadores. Supongo que, mientras respetéis a quienes no quieran salir, no habrá problemas.» En marcha de nuevo, seguimos cinco kilómetros y, al dejar atrás una curva cerrada, leímos el letrero de Pyrgus. La carretera atravesaba el municipio como una columna vertebral y, a izquierda y derecha, salían carriles como costillas hacia los campos del interior o el mar. Me recordaba a El Palmar gaditano de los años 80. El último colmado bajaba la persiana a nuestro paso, pero quedaba una venta abierta. A la altura de los contenedores Onio giró. Las luces y el motor asustaron a unos gatos. Dos sombras, desde lejos, vinieron a buscarnos. Una llevaba otra sudadera naranja de la ONG de Onio, Proem-Aid. «Es Ángela Hidalgo, la única mujer del retén 6» nos dijo él. «Bombera, de Málaga», completó ella y presentó al hombre a su lado. «Thanasis, voluntario griego. Él os ha conseguido el apartamento.» «Gracias de corazón», le dijimos. «De verdad.» Insistimos porque el joven, atractivo, parecía muerto de cansancio o emocionalmente afectado. Eso fue ayer. Ahora, el taxi nos acerca a la hoguera donde voluntarios y bomberos esperan de madrugada las señales de los refugiados en las balsas. Me daba vértigo ver lo que la mirada de 16 María Iglesias Thanasis reflejaba. La calle del barrio de palacetes del xix era un túnel cerrado por copas de árboles centenarios. Abajo, dejamos el puerto a la izquierda, y allí volvió a sorprendernos el enorme crucero, Venizelos, desproporcionado hasta en las letras del casco, azules sobre blanco. El paseo marítimo, el harbour, con sus veleros y fragatas militares, era el corazón de la ciudad portuaria. Todo lleno de bares, tiendas de souvenirs y edificios oficiales, ahora cerrados. Justo detrás, dominaba el perfil, la cúpula de la iglesia. Todavía tuvimos que cruzar otro elegante barrio de chalets decadentes antes de reconocer el litoral frente al aeropuerto, la zona de bungalows donde vivían los bomberos. Ahí estaba el Hotel Lasia, a pie de playa. Y, en frente, al fin, Camp Fire, nuestro destino, creado, entre otros, por la agente turística chipriota Rebecca Michaelides. Fue una noche de septiembre, sin premeditación, sólo arrastrando un bidón de lata y prendiendo en él una candela para que los rescatadores no se helaran mientras aguardaban. Paramos, pagamos y oímos alejarse el taxi, mientras nos acercábamos al fuego, en la playa de guijarros, bajo un olivo frente al mar. Alrededor de la mesa de camping, apoyada en su tronco, jóvenes embozados preparaban café y té. Nos saludaban en inglés, bajando los párpados o cabeceando. Debían reconocer que era nuestra primera vez porque transmitían solidaridad anticipada ante la noche iniciática. «Aquí», levantó la mano Onio. «Esto es lo que os ha traído», murmuró mirando al mar. «La historia que contar». A distancia, los pies en el agua, enfundados en neoprenos, nos saludaron los compañeros que la víspera nos presentó en los bungalows: el sevillano que parecía un surfero californiano, el Hulk de La Rioja, y el veterano malagueño de melena y barba canas. Aún no se me había grabado que eran Jorge James, Javi Murillo y Paco Ráez. «¿Se confirma la llegada?», pregunté escrutando el Egeo, negro y plano. «Van a llegar.» «Pero, ¿los ves?», apunté a sus prismáticos. «Con esto es casi imposible. Si tuviéramos un radar...» El granado de Lesbos 17 «Entonces, ¿cómo sabes que vienen?» «Seguro a cien por cien.» Apenas le conocíamos. Una hora la noche previa. Pero inspiraba confianza. Además, estábamos en Lesbos por ellos, por la ONG que empezó con ocho bomberos y llevaba ya tres meses, desde diciembre de 2015, dándose relevos cada dos semanas, rescatando. El 14 de enero de 2016, la guardia costera griega detuvo a tres de ellos: Manuel Blanco, José Enrique Rodríguez y Julio Latorre, acusados de tráfico de personas. Tras días con dos cooperantes daneses, en un calabozo con váter turco, vieron detrás del ventanuco enrejado la sonrisa de la pecosa, con gafas de John Lennon, Efi Latsoudi. «¿Que has pagado la provisión de la fianza?», «¿Tres mil de los quince mil euros?», «¿Por qué?». «Soy del campamento PIKPA. Os conocemos», respondió. «Trabajamos en equipo, de hecho», les desconcertó. «Si vosotros no les salváis en el mar, no les podemos ayudar.» De vuelta a España, en Sevilla, cuando pasó la vorágine de entrevistas y atención mediática, el sargento de bomberos Manuel Blanco fue, con su mujer embarazada y su hijo de cinco años, a un hipermercado. Avanzaba mareado por reencontrarse con el exceso de productos en los estantes, hasta chocar, carro con carro, con una compañera de recursos humanos de la Diputación, la institución de quien depende su parque provincial. Reyes Ortega le preguntó por lo vivido. Él, más que hablarle del juicio, aún sin fecha, o de la condena a diez años de cárcel por cada rescatado que pedía la Fiscalía, intentó transmitirle «el drama humano», así lo repetía. Tras despedirse, la mujer volvió a donde estaba su marido, al fondo del pasillo, sin contener las lágrimas. «¿Qué pasa, Yeyes? ¿Qué te ha dicho ese tío?» Ese tío fue, con José Pastor y Onio Reina, uno de los tres bomberos que crearon la ONG de rescate en Lesbos Proem-Aid. Si yo estaba con Onio, ahora en esta playa, era porque el hombre a mi otro costado era el profesor universitario Carlos Escaño que, tras escuchar a su mujer, buscó a Manolo Blanco por el supermercado. Quien, un mes después, marcó mi teléfono dando continuidad a lo que Blanco llama el Efecto Lesbos: «una sinergia que hace que desconocidos, al des- 18 María Iglesias cubrir esta tragedia, se unan como eslabones de la cadena de ayuda humanitaria». «Mirad», señaló Onio, «un punto negro. Y, dentro, luces de las pantallas verdes». Busqué en el Egeo que parecía quieto, a veintiún kilómetros de una Turquía que se veía nítida. Pero de quieto nada, venía una ola, y enseguida otra, y otra más. A nuestros pies, rompían suaves, sin espuma. Pero mar adentro, subían y bajaban lo bastante para ocultar lo que avanzaba. El cielo estaba cuajado de destellos. Abajo, en cambio, yo no veía más que agua. Ni rastro del dinghy, como llaman a las balsas. Oí movimiento a mi espalda y me volví. Las treinta personas dispersas por la playa se apiñaban. Llegaron coches derrapando y salió gente de los aparcados. Descargaban cajas de cartón de los maleteros. Yo saqué de la mochila cuaderno y bolígrafo. Me metí el móvil en el bolsillo. Seguía sin ver la hinchable. «Mira, ahí», susurró Onio. «Se aprecian ya hasta las cabezas» y, al fin, la distinguí. El punto era todavía una barca mínima. Creció a un ritmo que me retumbaba dentro. Onio se quitó el chaquetón, dejó los prismáticos y se unió, en la orilla, a rescatadores de otras organizaciones. Cinco o seis se metieron con el agua al pecho. Oí inglés y árabe: «Assalamu alaikum», «La paz sea contigo». «Apagad el motor, por favor», «Bienvenidos», «Bienvenidos a Europa». «Tranquilos, seguid sentados», «Ya está. Habéis llegado». Las caras se perfilaron. Hombres jóvenes que sonriendo lloraban. Nos buscaban la mirada y decían: «Thank you, European people», «Thanks, Europe, for existing, you, land of human rights», «We are safe now», «You will save us». Los rescatadores, aún con el agua por las pantorrillas, contaron «Un, dos, tres» y, con un bufido, arrastraron afuera, el dinghy lleno de familias. Seguían un protocolo de desembarco. Dos semanas antes, hubo un tumulto al bajar y un niño fue aplastado. La falta de oxígeno le causó parálisis cerebral. Javi Murillo, Paco Ráez y, sobre todo, Jorge James espantaban la imagen de su mente. James sacó al chiquillo del amasijo de brazos y piernas. Tenía año y medio, como su hijo El granado de Lesbos 19 Eneko. Aún se arrepentía de no haberle reanimado él. Pero tenía que seguir rescatando y dejar su tarea a los sanitarios. Tras el perímetro de varones, sentados a horcajadas en el borde de la balsa, aparecieron adolescentes, niñas, niños, mujeres con bebés, embarazadas, abuelos. Los voluntarios de retaguardia se acercaban ya a la orilla con mantas desplegadas, para secar y abrigar. Las mantas se usaban como toallas antes de ser volteadas. Todo lo empapado se lanzaba bajo el olivo y, ahí, se apilaba. Escuché gritos como si acabaran de destaponarse mis oídos: «Need a blanket!, need a sweater!». «Bigger!», «Smaller!», «For this man!», «Here, this woman!», «Now, the baby!». Había tantos voluntarios como refugiados. Casi competían por atenderlos. Pero nadie sobraba. Cogían a bebés y críos porque las madres, agarrotadas, de pavor y frío, eran incapaces de secarles y cambiarles. Yo con las manos ocupadas, boli y cuaderno, no hacía nada. Cogí el móvil para sacar vídeos y fotos. Salieron desenfocados, oscuros. Algunos desembarcados iban directos a los cámaras: «Prensa, prensa», «Iraquíes. De Irak». «Contad esto, cómo estamos viniendo.» «El peligro, ¡nuestro y para los hijos!» «Temimos ahogarnos.» «Pero Irak destruido.» «Guerra.» «Daesh.» «Terrorismo.» «¿Entendéis?» «Lo tenéis que parar.» «Europa puede.» «Democracia.» «Libertad.» Los gráficos no parecían escucharles. Giraban, sin apartar el ojo del visor, alrededor de la temblorosa montaña de gente sentada. Jirones plata y oro volaron. Eran las mantas térmicas que los voluntarios mordían y rasgaban a distintas medidas. «¡La parte dorada hacia dentro!», gritó Ángela Hidalgo, a la legión de voluntarios con más corazón que conocimientos, mientras enrollaba con precisión los pies de una niña. Cada parte del cuerpo, una vez secada, se recubría, pies, piernas, tronco, manos, antes de poner los calcetines, pantalones, chalecos, guantes. Ropa, demasiado ancha o estrecha, disfraz grotesco para huidos que parecían llegar, por una grieta, de un universo paralelo. Los ya cambiados quedaron sentados en el suelo. Les dieron barritas energéticas y briks de zumo. Mordisqueaban y sorbían, lentos. Los niños lamían los chupachups, el chocolate de bollos industriales. Como hipnotizados o sonámbulos. Mirando al mar. Los bomberos aún sacaban embarcados. Un hombre vino hacia mí, me estrechó la mano y me agra- 20 María Iglesias deció no entendí qué, sólo estar allí. «So sorry», logré decir. «So ashamed», añadí y él negó, en gesto de perdón, como diciendo: «No es culpa tuya». Pero yo sí sentía mi cuota. Entonces, justo detrás, apareció él, sus ojos tan verdes bajo el recio pelo negro y el oscuro bigote espeso. Me miró ya al borde de la balsa. Bajó y de un movimiento agrupó a tres niños y los trajo. Supe que no sabía inglés por su repetir: «Press, press» y llevarse la palma al pecho repitiendo: «Ayad, Ayad Toman, Irak». Apoyó su mano en las cabezas de los hijos. El mayor, «Mustafa», quince años. «Mariam», once y «Ali», seis. Paró y sumando ocho con la palma izquierda abierta y tres dedos de la derecha repitió otro nombre: «Muse». Insistió en los ocho años y para asegurarse de que le entendía, hizo el recuento de los chiquillos marcando el vacío entre la niña y el menor. «Muse», repitió, el nombre de su tercer hijo, y se agarró de los pelos con una mano, mientras la otra fingía degollar. Pensé: Para. Los niños. Pero quizá hubieran sido testigos. «Yo madre», ralenticé el inglés. Y por gestos añadí: «Tres. Yo tres». Y aunque no me entendiera: «Comprendo tu dolor». En ese instante me vino a la mente el 11-S. Yo era becaria, con veinticinco años. Aún vivía con mi madre, ya viuda, y mi hermano. Ese día, sentados a la mesa, empezando a almorzar, vimos, en directo, como tantos, el avión chocando contra las Torres Gemelas, la explosión. Sería una masacre, anticipamos. Allí ya lo estaba siendo, veíamos a la gente saltar por las ventanas. Pero, pronto, también lejos: en Afganistán, Irak, Palestina... aunque la mayoría de implicados, incluso ese Bin Laden tan famoso enseguida, fueran de Arabia Saudita. Inocentes pagarían. Lo supimos. Bush usaría el legítimo dolor de las víctimas para justificar una violencia que perseguía oscuros intereses ajenos a la gente. ¿El mundo estudia cómo Estados Unidos empezó el siglo xx hundiendo su acorazado Maine y acusando a España de los doscientos cincuenta muertos? Incluso en nuestro país, donde la guerra de Cuba apuntilló el fin del imperio colonial, se estudia poco y mal. Pero es hasta burdo empezar dos siglos seguidos de modo tan similar. Una mentira por otra. Aznar, Blair y Durao Barroso jalearon el invento de las armas de destrucción masiva para entrar en Irak a sangre y fuego. Creo estar viendo la pantomima de Collin El granado de Lesbos 21 Powell en la ONU y los vanos intentos de frenar la matanza del ministro de Exteriores francés Dominique de Villepin, apelando a los valores de la civilización y la humanidad. Pero lo que tengo delante, ahora, son cuatro víctimas concretas de la macropolítica, un hombre y tres niños, una familia. Puedo tocarles. De hecho, sus miradas se me clavan. El 11-S pasa de la tele, artículos y ensayos, a los Toman, temblando, en Lesbos, este 3 de marzo de 2016. Lo sabíamos, salimos a la calle, creedme, gritábamos: «No a la guerra», os lo juro, pensé. En primera fila estrellas de cine a los que todavía, por eso, les castigan. Pero, ¿qué podía importarles? «Hypothermia!», se aulló cerca. Un chaleco rojo, de Médicos Sin Fronteras, llegó hasta esa mujer como muerta. El rechinar de frenos del autobús de ACNUR creó un tumulto en que Ayad y los niños desaparecieron. El personal de la ONU, con distintivos celeste, palmeó como pastoreando un rebaño para llevar a todos a Moria y registrarlos. Muchos siguieron sentados, mirando al Egeo. Pensé que aún no creían la suerte de llegar, que daban gracias al cielo. Quizá buscaban el rastro de las balsas que zarparon a la vez que ellos. «Llegan más», avisó Onio. «Pero al sur. Vamos.» Quise despedirme de los Toman. Encontré a Ayad y el pequeño Ali. «The mother, Almania», dijo el padre. Vi a Carlos y Jaime correr hacia el coche abierto, llegar. Agarré las manos del iraquí deseando transmitirle mi ánimo para el camino por fronteras, como Idomeni, donde les apaleaban y gaseaban. Nos abrazamos. Ali nos miraba. Le acaricié el pelo, rizado y negro. Sus ojos tan abiertos nunca podría olvidarlos. Las caras de sus hermanos ya se me habían desdibujado. Alcancé el coche y una vez dentro pensé que debía haberle dado a Ali los animales de juguete de mis niños que llevaba en el bolsillo. Tarde para ese gesto de mala conciencia y cariño. Sólo seis meses antes de Lesbos, a finales de agosto, en un acantilado, me asomé a otro mar, el Cantábrico. Estaba en calma. El sol se ponía a mi espalda tras la montaña. Mi hija mayor correteaba a los chicos. Les oía reír, tropezar en el prado, volver a levantarse. Oía los Te he pillado, los No, no vale, trampa. «Voy por una cerveza, ¿te traigo?», me abrazó Marcos. «Ya voy yo contigo», asentí. «No tardo.» «Tómate tu tiempo», me gustó la calidez de su beso en mi cuello. Sola de nuevo, miré la luz espejear en las olas de ritmo lento y continuo. El mar se veía tan orgánico como un enorme animal. Un dragón, respirando. En veranos anteriores ese último instante de vacaciones había diluviado. Recordé el agua gris reflejando las nubes en su descarga. La espuma blanca del oleaje estallando en las rocas. La rebaba, en la arena, de oclas moradas. Nunca viví, aunque me gusta figurármelas, las noches de galerna con salvas eléctricas en que los vecinos fuerzan a los caballos a bajar carros por la cuesta para cosechar las algas que la industria, alimenticia y farmacéutica, tan bien pagaba. Esa tarde yo me llenaba de paz al despedirme de mi tierra. Con la punzada nostálgica herencia de emigrante. En mi caso, del bisabuelo, pelirrojo y terco, que con diez años cruzó el país del norte montañés al sur andaluz, al final del siglo xix. Él, al que convertí en protagonista de mi primera novela, Lazos de humo, publicada en 2011. Este octubre de 2015 haría cuatro años. Yo acababa de cumplir treinta y nueve, en julio. Antes, cerré otra etapa al entregar a mi agente literaria mi segunda novela, La carta del iglú. El libro contaba cómo en un momento sagrado para la protagonista, mientras batallaba por quedarse embarazada, dos hombres irrumpieron en su vida, no sólo frustrando su maternidad tardía, sino llevándola a un desequili- 24 María Iglesias brio casi mortal. Para mí, la escritura nace de vivencias. Siempre. Lo que no implica que escriba por interés testimonial, en plan diario. Es una búsqueda. Así que sí, la segunda novela la concebí en mi embarazo de los mellizos. Y, sí, yo había conocido a dos tipos siniestros y a partir del lodo en que chapoteamos moldeé tres personajes. Pero éstos se insubordinaron, reclamaron su libertad e identidad, viajaron a lugares y épocas donde conocieron a una monja y un psiquiatra más seductores que cualquiera de los tres y a mí me llevaron desde un urbano laberinto subterráneo a una travesía polar. Allí acabé encontrando secretos de mi infancia que habían quedado sepultados por el alud de los años. Dediqué tres cursos a escribir la historia. Primero en la biblioteca pública a orillas del río porque vivía cruzando el puente. Después, al mudarnos al barrio de mi niñez, El Porvenir, seguí en la de la facultad de Educación, cuyas ventanas daban a la guardería donde inscribimos a los niños. La facultad me recibía con citas que forraban su patio en bandeloras enormes: «Resérvate el derecho a pensar. Incluso equivocarse es mejor que no pensar nada», aconsejaba Hipatia y «Decir la palabra verdadera es transformar el mundo», Paulo Freire, entre el ilustrado Rousseau, la ilustradora iraní Marjane Satrapi, María Montessori y Zambrano, Rosa Luxemburgo o Virginia Woolf. Mi preferida era «Ignoramos nuestra estatura hasta que nos ponemos en pie» de Emily Dickinson. Pero el lugar presidencial lo ocupaba la Nobel de la Paz 2014, la pakistaní Malala Yousafzai: «Sólo quiero educación. Y no temo a nadie». Las enaras libertarias eran una instalación del departamento de Didáctica de las Artes Plástica al que pertenecía Carlos Escaño. Pero yo tardaría todavía año y medio en conocer ese nombre. La gran virtud del sitio para mí era que, tan cerca de la guardería y del colegio de mi hija mayor, me permitía apurar la mañana para escribir. Un mediodía en que embebida se me hizo tarde, uno de tantos que empujé el carro doble a la carrera, sin resuello, azuzada por la sirena de la escuela de Paula, al fin juntos los cuatro rumbo al piso, fue cuando nos topamos con esa alfombra de frutos en pedazos. Habían caído del árbol de esa casa en venta, abandonada, de la calle Cruz, hermosa y desconchada, salpicada de cristales que los gatos sorteaban. El granado de Lesbos 25 «Esas frutas, mamá...» «Son granadas.» «¿Están ricas? ¿A qué saben?» «A mi abuelo le encantaban», recordé. «Pero a mí me raspaban. No las he vuelto a...» «¿Saben mal? Si son preciosas. ¿Coges una, mamá? Como tú dices hay que probar.» Su petición me sorprendió. También mi tentación. Eché un vistazo a la calle. Y con el placer de un Tom Sawyer o una Pipi Lamstrum, subí a la cancela como al estribo de un caballo y arranqué una fruta madura. «Veamos», le hinqué la llave e hice de mis dedos pico de pájaro hurgando. «No raspa, está dulce», sonrió Paula. «¿Cómo salen de un árbol seco?», me leyó el pensamiento. «Yo tampoco lo entiendo», admití. «Será magia», fue su lógica fantástica. «Pues sí, debe ser», acepté. Y nos marchamos, aligerando el paso, porque los niños, tan pequeños, se estaban adormilando. Hicimos ese trayecto dos veces al día todo el curso y no me pesó la rutina porque me llenaba vaciarme al escribir. Marcos y Palmira, mi marido y agente, los primeros en leerme, celebraron mi oscura historia erótica, la rareza de su forma y me transmitieron su convencimiento de que, sin ser para masas, encontraría sin duda editor y lectores entusiastas. Pero aquello había sido en primavera. Al verano llegamos sin noticias que apoyaran las expectativas. Por eso ahora inspiraba hondo. Por la ansiedad frente al otoño pendiente del sí de un editor. Un otoño donde, por otro lado, el trabajo periodístico seguiría siendo, como desde hacía dos años, raquítico. Mi único compromiso fijo era una columna quincenal. Eso sí, en la edición regional de un periódico nuevo al que me enorgullecía pertenecer y que se consolidaba: eldiario.es. Luego, a veces, proponía un reportaje o una entrevista y me la compraban. O me caía algún encargo. Pero yo sentía que la energía me desbordaba. Quería hacer y vivir más. Complicado con Paula de nueve años y Bruno y Mateo con los tres recién cumplidos. Cuando Marcos y yo empezamos, casi dos décadas atrás, la periodista doblaba al ingeniero el sueldo y el horario. Pero, sibili- 26 María Iglesias no, el patriarcado capitalista cambió el rumbo que seguíamos para ponernos a cada uno en nuestro sitio. Gracias a la crisis-estafa del 2008, él ya no llegaba a casa a las tres, sino a las siete y yo, entretanto, pasé de periodista en plantilla a freelance. Incluso ahora que se ha normalizado denunciar al «patriarcado», el término suena rimbombante. Es a propósito, creo, para que cueste responsabilizarlo. Así que más me regodeo en pronunciarlo. Disfruto casi con lascivia la fricción de la lengua en mi paladar cuando lo desenmascaro. Porque lo tengo claro, del estancamiento profesional era culpable él y no mis hijos. Yo no soy una madre arrepentida. Los niños devoran energía y tiempo, sí. Exasperan, como todos lo hacemos, en la convivencia. Pero la claustrofobia que ciñe la garganta, la limitación de perro atado a la caseta no me la provocan ellos que me dan tanta ternura, con quienes tanto me divierto. Sino este sistema que me ha ido empujando a lo doméstico, intentando encerrarme dentro del hogar, quitarme de en medio. Ese verano de 2015, por la Ruta de la Plata de Pechón a Sevilla, repasé mentalmente temas para el primer artículo: estaba la llamada «crisis de los refugiados», pero también las primeras elecciones generales con Podemos y el enfrentamiento de Rusia con la Ucrania que quería entrar en la UE. Justo el periódico del día informaba de la condena a veinte años, por terrorismo, del cineasta Oleg Sentsov, que como clamaban Almodóvar, Wim Wenders o Ken Loach, sólo era un disidente político de la estrategia anexionista de la Rusia de Putin. La alusión a sus hijos Alina y Vladislav, de trece y once años, él con autismo, me devolvió a la noche del 23-F cuando era yo la niña sobresaltada por ese aporrear la puerta para llevarse al padre. «No te preocupes», intentó calmarme mamá. «Son compañeros del partido que van a esconderle.» Pero eso significaba que los militares vendrían a buscarle y yo sabía que ella también era del PTE. En cuanto papá nos besó y se fue, ella me llevó al cuarto donde ya dormía mi hermano, de dos años. Los chisporroteos del transistor llegaban desde el salón mezclados con voces, gritos y disparos de la retransmisión del golpe de Estado. La intentona fracasó, mi padre volvió ileso y cuando la democracia se consolidó, dejó la primera línea que le había llevado incluso a ser candidato, por ese Partido de los Tra- El granado de Lesbos 27 bajadores de España, a alcalde de Sevilla. Pero la política le siguió apasionando siempre tanto como su trabajo de laboralista. Y el periodismo. La voz de Iñaki Gabilondo en su Hoy por hoy sonaba en casa cada mañana, sobre la maquinilla eléctrica mientras él se afeitaba. De noche, cuando se acostaban, nos adormecíamos con la inconfundible ráfaga muelle del Hora 25. Había ejemplares de Diario 16 y Cambio 16, El País, Tiempo por todas partes. Ahora veo muy ingenuo haber creído que elegí periodismo por un impulso mío y ajeno a su influencia. Igual que no darme cuenta de que el heroísmo del periodismo era un magma que todo lo impregnaba desde ese final de los 70 en que nací –‌con series como Lou Grant y películas como Todos los hombres del presidente o incluso Superman– al principio de los 90 en que entré en la facultad. Fue en plena campaña de proselitismo periodístico, con la épica del corresponsal de la I Guerra de Irak, el boom de la CNN, los bombardeos-videojuego, el cormorán empapado en petróleo agonizando, la adolescente kuwaití, un mar de lágrimas, relatando la destrucción de incubadoras que ordenó Sadam Husein, Ángela Rodicio, veinteañera, con su chaleco antibalas, en el Telediario de la 1, en Oriente Próximo y luego ya, en los Balcanes. Los presentadores de TVE cantaban «Que no se acabe el mundo que aún quedamos gente para darle vida/bendita sea la Tierra yo no tengo ganas de una despedida». El decano Gómez y Méndez sintetizaba en la orden «¡Manshaaaar!» su magisterio, que traducido era: «El periodismo consiste en llenar páginas de tinta, sin que importe el contenido porque el periódico, bajo el disfraz de información al servicio de la sociedad, es mero soporte de publicidad». Los profesores estimulantes solían ser de Historia, Estética, Lengua o Literatura, como Vázquez Medel que en su Integrismos y comunicación desmontó las manipulaciones integristas occidentales –‌incluidas esas falsedades de incubadoras y cormoranes– por los que esperábamos de su seminario un decálogo para el corresponsal del mundo libre que quisiera trabajar en países árabes. Al menos la mitad de los alumnos estábamos en la facultad por deseo de «Escribir», con pomposa mayúscula, o sea, literatura. Pero aún era mayor la proporción de quienes compartíamos el idealismo que luego leímos en Los cínicos no sirven para este ofi- 28 María Iglesias cio de Kapuscinski. Por eso nos chocó la presentación por PérezReverte de su Territorio comanche. Él estaba en el apogeo de su descubrimiento como estrella bicéfala, periodista y novelista, y ese libro justo se vendía como ficción a partir de su experiencia de corresponsal de guerra en Yugoslavia. En el turno del público, una muy combativa delegada de alumnos, de último curso, irreconocible de lo arrobada que estaba, le formuló una pregunta casi declaración de amor: «¿Qué consejo puede darnos un profesional como usted para, llegado el momento, seguir cumpliendo con el deber de informar cuando la tendencia natural es parar y ayudar?». Eso dijo más o menos. La respuesta es literal: «Para ayudar, métete a monja de la Caridad. Aquí somos mercenarios. Nos pagan por contarlo». Jamás la he olvidado porque ni entonces, ni ahora me he querido soldado a sueldo de intereses ajenos. Por no hablar de que la industria no paga ni lo que vale el más sencillo trabajo manual, ¡como para sacrificarle criterio propio y humanidad! Nos remunera un empresario –‌o el Estado, como a Reverte esos años– pero para estar al servicio de los ciudadanos. ¿Idealismo suicida? Sin duda se castiga. Lo comprobé cuando, tras un año en prácticas en EFE y tres en un diario local cobrando setenta mil pesetas al mes, cuatrocientos veinte euros, me echaron por promover elecciones sindicales y ser elegida delegada en el Comité de empresa por CCOO. Denuncié y gané el pleito. Defendida por Carlos Crisóstomo, llegué al Supremo porque los dueños recurrieron. La indemnización fue cuantiosa y pude reincorporarme, aunque opté por otra oferta, de Paramount Comedy Channel. Fue una buena elección pues esos años en Madrid y, de vuelta a Andalucía, los que trabajé en el programa de literatura de Canal Sur TV, fueron los más estimulantes y mejor pagados. El escarmiento queda grabado, ¿para qué negarlo? –‌tengo el sueño recurrente de seguir trabajando en aquella redacción de periódico–. Pero también llevo a fuego un tatuaje, invisible y ardiente: el orgullo y la deuda de ganar aquel pleito, sobre todo, gracias a un joven abogado que, cuando la democracia española daba sus primeros pasos, logró que el recién creado Tribunal Supremo, en su sentencia 38, dictara la «nulidad radical del despido cuando se lesiona un derecho fundamental». Como mi derecho a la libertad sindical. Ese abogado, Tomás, no El granado de Lesbos 29 podía imaginar que veinte años después, cuando él llevara seis muerto, de cáncer, aún seguiría protegiéndome a mí, su hija. Recordándome que los ideales no son mera utopía, como él tuvo que oír tantas veces en sus cuarenta y siete años de vida. Que, trabajando por ellos, a veces, se consolidan como conquistas bien precisas. Todo tema para un artículo de opinión, incluso toda información quedó eclipsada a los dos días de ese septiembre de 2015. Marcos ya estaba en su oficina, los niños saltaban por el piso porque al colegio le quedaba una semana, cuando la imagen del chiquillo ahogado en la playa ocupó todas las pantallas. Aylan Kurdi se convirtió en símbolo del éxodo sirio. Un temblor sacudió las conciencias europeas y los gobernantes, atentos a sus votos, acordaron tras meses estériles acoger a ciento sesenta mil personas en el continente de quinientos millones de habitantes. En España serían diecisiete mil seiscientos ochenta, dos por municipio. A mí me dio hasta coraje que necesitáramos ese muerto concreto para salir del letargo. Que fuera además un cadáver tan bello, tan púdicamente boca abajo. Un horror estético, apto. ¿Por qué no enseñaban el interior de ese camión frigorífico noticia en la página ocho de El País? ¿Por qué no dejaban que el fotógrafo nos asomara dentro de la cámara de la que el personal de escafandras blancas sacaría a los setenta y un sirios asfixiados en la cuneta de la autopista austriaca? Era información de EFE, en cuya delegación vienesa trabaja mi amigo del alma Antonio Sánchez. «¿Has hecho tú lo de la furgoneta?», le solté en cuanto descolgó. «Hola, mejoramiga, ¿qué tal el verano? Yo genial, gracias por llamar», respondió irónico. «Ehhh, perdón», rectifiqué. «Recién aterrizada, engullida por la casa, ¿oyes a los niños exigiendo ver dibujitos? Y horrorizada por lo de los refugiados. Es de Segunda Guerra Mundial...» «O de la Civil española. Piensa en Machado huyendo por los Pirineos andando...» El vehículo, me explicó, había circulado horas, adelantando y cruzándose con otros: turismos de vuelta de los lagos para retomar el trabajo, tráilers de mercancías. Nadie podía sospechar el nerviosismo de esos tres –‌dos búlgaros, uno de origen libanés, y un húngaro– sin saber qué hacer, dónde parar, cómo arreglar lo sin 30 María Iglesias remedio. Que no les pillaran por lo menos. La cámara hasta arriba de muertos. Cincuenta y nueve hombres, ocho mujeres, cuatro niños. A repostar pararon, eso se ha comprobado. Quizá era el momento de abrir una rendija, pero la Operación Retorno lo volvió complicado. De uno o dos muertos se habrían deshecho, quizá ya lo habían hecho otras veces en esos trayectos desde Hungría o Bulgaria. Sólo que ahora, al llegar a destino, no quedaba un sirio vivo. «El portavoz de la Policía, un tipo accesible, le gusta el periodismo, dijo que, cuando los detuvieron, ellos mismos parecían en shock, uno se había vomitado.» Debieron ponerse histéricos, empezaron a dar vueltas por circunvalaciones, a cambiar de sentido en la Autopista 4, hasta que el conductor paró. Se hartó y paró. No había más que una opción: correr campo a través. Alejarse de la fosa que iban remolcando. Dejarla en el arcén, ahí a cincuenta kilómetros de Viena. Un empleado de mantenimiento de autopistas vio raro que ese camión con el letrero HYZA, con la i griega en forma de gallina, no tuviera luces de emergencia, ni nadie cerca. El lema, asqueroso en el contexto, Tengo buen sabor porque me alimentan tan bien, al ser en eslovaco, no se entendió. El hombre llamó a la Policía, ésta a los bomberos que forzaron las puertas. «Lo típico, punto acordonado, desvío del tráfico, prensa tras el precinto. Se mascaba la tragedia. Aquí vemos cada día a huidos de Oriente Próximo caminando hacia Alemania o Dinamarca...» «O Francia, Calais, para cruzar a Inglaterra. ¿Nadie tiene imágenes?», pregunté. «¿Fotos, vídeo, dices? Se ha filtrado algo para gran escándalo.» «Si estamos consintiendo semejante atrocidad, deberíamos ser capaces de verla.» «Eso de consentir... Ni todos los países, ni todos los ciudadanos están reaccionando igual. Aquí, gente corriente madruga para recoger refugiados en la frontera antes de ir al trabajo. ¿Qué movilización tenéis ahí abajo?» «Ya conoces la respuesta», concedí. «No hacemos nada. Yo la primera.» «Eso no es verdad. Leí tu artículo antes de verano, del Turismo carroñero, criticando la alegría irresponsable de que el sector crezca a costa de destinos hundidos por la guerra.» El granado de Lesbos 31 «Tengo poco trabajo. De la novela sigo sin respuesta. Y de periodismo, tampoco hay gran cosa. Acabo de leer la entrevista a un tal Ludovic-Mohamed Zahed, primer imán gay, casado, con mezquita en París, autor de Le Coran et la chair y he pensado... traducirlo.» «¿Y eso?» «Porque me subo por las paredes sin saber qué hacer. Porque podría contribuir a desmontar los estereotipos que alimentan a la vez, yihadistas y fascistas, esos que presentan a los musulmanes como un bloque monolítico. Y porque practicaría mi francés.» «Por cierto, ¿has leído a Carrère, Emmanuel Carrère?» «No, ni idea. ¿Debería? ¿Interesa?» «Vas tarde, amiga. Búscalo hoy, ya, léelo y vente luego a Viena para que comentemos.» «¡Viajar!», resoplé. «¿Por los niños, dices? Crecen rapidísimo, créeme. Pero, además, Marcos se encargará.» «Ya. Al menos la próxima semana recuperaré las mañanas. ¿Sabes? Los mellizos empiezan en el cole de Paula. De ahí a viajar...» El primer día de clase duraba dos horas para que los alumnos se adaptasen. No daba tiempo a nada, pero tampoco iba a quedarme plantada en la puerta de la escuela. A las nueve menos cinco todo fue estruendo: risas y gritos infantiles, profesores llamando a la fila, llantos de los pequeños asustados y, al final, la sirena con que nos dispersamos. Decidí aligerarme para cruzar el parque y llegar a la biblioteca pública donde antes solía escribir. Fui directa a la narrativa internacional, francés, «C», de Carrère. Como en su idioma sólo tenían Un roman ruse, no hubo dilema. Me senté en una de las butacas blancas y dejé que se transformara en el añejo e incómodo asiento de aquel tren que cruzaba la estepa, bella y amenazante, de la ex Unión Soviética. Fueron los primeros instantes de un viaje durante mes y medio por los paisajes, confesiones y episodios que a lo largo de todos sus libros Carrère vivió, solo, con su mujer o, como en Una novela rusa, con el equipo de su documental: Regreso a Kotelnich. El rodaje empezó con el encargo de un reportaje sobre un preso de guerra húngaro, ol- 32 María Iglesias vidado en un pueblucho ruso, en el culo del mundo. Aparentemente allí no pasaba nada hasta que el ojo aprendía a mirar y descubría el latir bajo la supuesta vacuidad: desde una traductora misteriosa a las raíces del novelista que su familia siempre quiso ocultar. «Y tú, ¿qué has hecho, mamá?», me preguntó Paula, cuando les recogí. «No me ha dado tiempo a mucho», admití dando sendas manos a Bruno y Mateo. «¿Has escrito?», insistió ella, a la que la mañana había cundido, según sus mil anécdotas. «He leído», le guiñé con la complicidad del gusto compartido. «¡Mirad, mirad!», avisó entonces Mateo. «¡Mira, mamá!», señaló su hallazgo. «¿Qué son?», se soltó Bruno para dar una patadita con cuidado al fruto resquebrajado. «Granadas», respondí. «Lo ha vuelto a hacer», susurró Paula. Lo ha vuelto a hacer, me erizó la piel. «Venid, chicos, un segundo.» «¿A dónde, mamá?», «¿Para qué?». «Quiero hacer una cosa. Apuntar algo.» Cruzamos para sentarnos en el murete de otro chalet abandonado y me quedé mirando ese número de la calle Cruz y, tras la cancela verde, oxidada, el árbol sin hojas, que nadie regaba, pero cuajado de frutos otra temporada. «¿Los podemos coger?», preguntó Bruno. «Para jugar. Al fútbol», explicó Mateo. «¿Podemos, mamá, podemos?» «Un segundo.» «¿Qué haces, mamá?», probó Paula, con tono de Yo te entenderé, dímelo a mí. «Pienso. Un momento.» «¿Para un artículo?» Logró que la mirara y asentí. La imagen del granado me recordó la foto de la valla de Melilla junto a un campo de golf, hecha por José Palazón: los jóvenes africanos, ignorados por los golfis- El granado de Lesbos 33 tas, en lo más alto, encaramados, heridos por las cuchillas, pero sin ceder. Garabateé: «Conexión árbol-abandonados. La granada se parece al corazón humano: rojo palpitante, que necesita coraza, dulce y áspero. Por más que caigan y revienten, por más que pasemos de largo y los dejemos ahí pudriéndose, siguen naciendo en la esquilmada África, en la explotada Latinoamérica, en el Oriente Próximo que sembramos de violencia, en la inmensa fábrica esclava que es Asia. Y, como una vez nacidos, quieren sobrevivir, hay que huir, intentar llegar a donde hay una oportunidad. Sin rendirse jamás.» Eso anoté del granado, como si el árbol, mágico, me lo fuera susurrando.